El buen y magno Alejandro, un amigo querido y que comparte conmigo cervezas, trabajos y clientes, me da cuenta en el café de la mañana de su experiencia como modelo de desnudos masivos… más allá de un simple acto de rebeldía, experiencia y mito, el hablante descubrió cómo derribar la primera y más común de las máscaras, no la del pudor… sino la de la ceguera.
Su testimonio lo aderezó con un cigarro y una tremenda emoción: ¨lo que más me sorprendió es que los cuerpos que ves en la TV no se parecen en nada a los cuerpos de la gente real…gente de todas las edades, panzas, estrías, colores y sudores haciéndose más fuertes gritando en la puerta de la catedral, cerrada como siempre, para las almas desnudas…¨ y ¨es que después de un minuto, al estar todos desnudos… sólo te veías a los ojos, había respeto y una lección atroz de derechos humanos¨… terminando con un ¨estábamos desnudos, vulnerables y sin embargo nos sentíamos fuertes… y éramos fuertes… invencibles, desnudos, iguales.¨
Y es donde la belleza se deja ver (pienso yo), con miradas sin velos, manos extendidas, certeza deslumbrante y tangible como un sol de domingo. Y me pregunto… ¿quién puede dañar al vulnerable…? En torno a eso giró todo este fin de semana, y nadie hizo daño a nadie y los amigos siguen viéndote a los ojos y el corazón del país (rojo y masivo) y el de mis amigos (rotos y vivos) y de mí mismo, sigue desnudo nadando en silencio en el mar de las palabras, cuando sabemos que somos diferentes (los que se visten y yo) y que somos iguales (los que se desnudaron y yo) y que ambos… amanecimos en lugares distintos el domingo; expuestos, humanos, indestructibles, ciertos, confiados, vivos, emocionados y con la sentencia impostergable que vendría un cobarde lunes y el maldito reloj de oficina, sin embargo, ese domingo, la gente y yo, amanecimos todos iguales; sonrientes, vulnerables, invencibles… en fin, desnudos.
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